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LOS DERECHOS HUMANOS:
UNA CELEBRACIÓN Y UN RETO PARA LA HUMANIDAD Y PARA LA IGLESIA
 
 
 

Carta circular a los hermanos y hermanas de la Orden en el 50 aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos por la ONU 


Queridos hermanos y hermanas:


1.- El 10 de Diciembre de 1948 la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó la Declaración Universal de los Derechos Humanos, un documento llamado a convertirse en el futuro en un punto de referencia para toda la Humanidad.

Esta carta magna de los derechos humanos nace como respuesta a la dramática necesidad, sentida por todas las naciones, de elaborar un código básico internacional de derechos, a la vista del incremento de irracionalidad experimentado en los decenios precedentes. La violación de los derechos humanos más fundamentales por obra, sobre todo, de la arbitrariedad de los Estados, había alcanzado en este siglo una inusitada cota de inhumanidad y violencia, desembocando en el estallido de dos guerras mundiales. Gracias a la Declaración, la defensa de los derechos y libertades fundamentales será una responsabilidad internacional, y no estará sujeta al arbitrio de los regímenes individuales. 

La Declaración Universal de los Derechos Humanos significa una toma de conciencia de la Humanidad sobre la dignidad de las personas individuales y de los pueblos. Es un paso importante de extraordinario valor simbólico en el proceso de humanización que debiera conducir a la sociedad hacia una organización más justa, en la que cada persona y cada pueblo encuentren su puesto y sean respetados los derechos personales y colectivos. Constituye, por eso, una importante premisa para el establecimiento de un orden universal más justo.

Pocos años después de su promulgación, el Papa Juan XXIII, haciendo acopio de la riqueza doctrinal de la propia Iglesia, elaborará en 1963 una espléndida declaración de derechos humanos, iluminados desde la Revelación, en la gran encíclica Pacem in terris. 

 Saludaba así el Papa Juan XXIII la declaración ahora conmemorada y la incidencia de la Organización de las Naciones Unidas en la promoción de la paz y la justicia en el mundo: 
 

"Argumento decisivo de la misión de la O.N.U. es la Declaración universal de los derechos del hombre, que la Asamblea General ratificó el 10 de diciembre de 1948. En el preámbulo de esta Declaración se proclama como objetivo básico, que deben proponerse todos los pueblos y naciones, el reconocimiento y el respeto efectivo de todos los derechos y de todas las formas de la libertad recogidas en tal Declaración" (n.143). 


 A esta Declaración se ha referido también el Papa Juan Pablo II en su último mensaje para la jornada mundial de la paz (1 de enero de 1998):
 

"Hace cincuenta años, tras una guerra caracterizada por la negación incluso del derecho a existir de ciertos pueblos, la Asamblea General de las Naciones Unidas promulgó la Declaración Universal de los Derechos del Hombre. Fue un acto solemne al cual se llegó, tras la triste experiencia de la guerra, por la voluntad de reconocer de manera formal los mismos derechos a todas las personas y a todos los pueblos" (n. 2).
2.- Una celebración también para la Iglesia
 Nos encontramos ante un documento de carácter fundamentalmente laico. Analizando los orígenes filosóficos y políticos de este código de derechos se impone esta conclusión. En ella confluye el pensamiento filosófico sobre la dignidad de la persona y la afirmación de sus prerrogativas individuales, como fruto maduro de la Ilustración, en línea con las declaraciones que acompañaron la independencia de los Estados Unidos y la Revolución Francesa. La Declaración prescinde de los diferentes credos, para concordar en el común denominador que nos aúna como seres humanos.

Sin embargo podemos y debemos celebrar esta efemérides porque, como cristianos, estamos llamados a seguir el paso del hombre y porque las raíces últimas de la dignidad de la persona humana, proclamada en la Declaración, tienen en Cristo y el Evangelio su expresión más perfecta, habiendo sido la Iglesia heraldo de esa dignidad.

 El Concilio Vaticano II expresó en una certera frase la vocación y voluntad de la Iglesia de acompañar al hombre en su aventura humana. "El gozo y la esperanza, las tristezas y angustias del hombre de nuestros días, sobre todo de los pobres y de toda clase de afligidos, son también gozo y esperanza, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo, y nada hay verdaderamente humano que no tenga resonancia en su corazón [... ] Por ello esta comunidad se siente verdadera e íntimamente solidaria con la humanidad y con su historia" (Gaudium et Spes, 1).

 Este principio general tiene una aplicación muy concreta en la Declaración de los Derechos Humanos, porque es noble reflejo de las aspiraciones más elevadas de la humanidad. Es un punto de llegada en la historia humana, pues "se puede encontrar su huella en las enseñanzas de las mayores tradiciones culturales y religiosas del mundo" (Kofi Annan, "All human rights for all"). Los principios básicos contenidos en la Declaración han pasado a integrar la legislación de casi todos los países. La propia Iglesia ha producido gran número de documentos sobre la persona humana en las últimas décadas, en los que habla de temas relacionados con los derechos humanos. Pero frecuentemente ni el lenguaje, ni la interpretación de los derechos, ni los mismos contenidos de los textos legales son coincidentes, a pesar de la aparente claridad y simplicidad de los enunciados.

3.- El reto de esta conmemoración
 Se afirma insistentemente que se trata de derechos universales, indivisibles e interdependientes, por lo que no se puede afirmar unos en perjuicio de otros. Sin embargo, algunos principios fundamentales, como el derecho al trabajo o a la educación, quedan frecuentemente relegados en la atención prestada por muchos países. El mismo derecho primordial a la vida, que es raíz de todos los demás, no siempre encuentra el debido respaldo, desde nuestra óptica cristiana de los derechos humanos, sino que a veces se interpreta de manera arbitraria y reduccionista. La Iglesia entiende que, en nombre de la libertad individual, no raramente se violan derechos fundamentales de grandes masas por falta de solidaridad, negándoles la oportunidad de una vida digna. O bien no se consideran las prerrogativas del nascituro, que es también sujeto de derechos. Por eso no puede acallar su voz profética, denunciando lo que considera como atentados a la dignidad humana, según es percibida por la revelación. 
 Refiriéndose el Papa a estas irrenunciables cualidades de universalidad e indivisibilidad afirma: 
 

"Estos rasgos distintivos han de ser afirmados con vigor para rechazar las críticas de quien intenta explotar el argumento de la especificidad cultural para cubrir violaciones de los derechos humanos, así como de quien empobrece el concepto de dignidad humana negando consistencia jurídica a los derechos económicos, sociales y culturales" (mensaje para la jornada mundial de la paz, 1 de enero de 1998, n. 2).


 Como personas humanas todos formamos parte de esta gran familia, que lucha por promover el desarrollo, consolidar la paz, garantizar la justicia y defender a los débiles, afirmando los derechos de toda persona humana. A nosotros corresponde hacerlo desde la iluminación de la fe. Una luz que no se nos ha dado para nuestro disfrute personal, encerrando nuestro corazón y nuestra vida en estructuras rígidas y distantes. Nuestro corazón ha de estar abierto, lleno de compasión y benevolencia, a los problemas y necesidades de los hombres. Nuestra vida debe constituir un compromiso con la dignidad humana, iluminando su trayectoria con la fuente última de su nobleza, que ha recibido de su Creador y que se perfecciona definitivamente en Jesucristo. Como cristianos debemos anunciar "la civilización del amor, fundada sobre valores universales de paz, solidaridad, justicia y libertad, que encuentran en Cristo su plena realización" (Juan Pablo II, Tertio millenio adveniente, 10 Nov. 1994, n. 52; Cfr. también la alocución de Juan Pablo II en el simposio "La Iglesia y los derechos humanos", 15 nov. 1988).

 Debemos ser solidarios con la humanidad, iluminando desde la fe su provisionalidad, su angustia y su desconcierto. Por eso tiene sentido celebrar como religiosos un importante acontecimiento de la humanidad. La propia Santa Sede ha marcado una pauta, convocando recientemente un congreso en conmemoración de los 50 años de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

4.- El ejemplo de Agustín y de la historia de la Orden
 Promover los derechos humanos no es sólo una obligación derivada de nuestro compromiso humano, cristiano y religioso. También como discípulos de Agustín debemos mostrar una particular preocupación por la humanidad. Su ministerio pastoral, tantas veces empeñado en las pequeñas necesidades de sus fieles, así como su palabra, son para nosotros un punto de referencia obligado.
 Naturalmente, sería anacrónico pretender encontrar en San Agustín una declaración de derechos humanos en los términos aportados por la modernidad y el magisterio eclesial de nuestros días. Pero sí se presenta ante nuestros ojos como un pastor de gran sensibilidad ante las realidades humanas de su grey, amante de la paz, defensor de la justicia, atento al clamor de los pobres. Para Agustín la igualdad entre los seres humanos está en el plan primitivo de Dios. Dice, en efecto, que Dios ha creado todos los seres humanos iguales. Las desigualdades y la esclavitud son fruto del pecado (Cfr. De civitate Dei 19. 14-15). Este principio permite comprender cómo para Agustín hay una injusticia esencial en la esclavitud, y ofrece en nuestros días una clara orientación para asumir posición frente a las leyes nacionales o internacionales que no reconocen en cada ser humano la plena dignidad que deriva de su condición de ser imagen de Dios. 

 Agustín abrazó la causa de la justicia, fue abogado de los pobres, denunció los abusos con los esclavos, comprando en alguna ocasión su libertad, defendió el derecho de asilo, fue tutor de menores. En su vasta producción literaria encontramos expresiones muy precisas que manifiestan su repugnancia humana y cristiana frente a la pena de muerte. Así cuando pidió al comisario imperial Marcelino que no ajusticiase a varios donatistas, autores de horrendos crímenes contra el clero católico (cfr. Carta 133). Escribe también al procónsul Apringio, pidiendo que no aplique a los circunceliones, confesos de haber asesinado y torturado clérigos católicos, la pena de muerte. "Para que esto no suceda, yo como cristiano ruego al juez y como obispo exhorto al cristiano". (Carta 134, 2.2). Añade en su carta a este procónsul cristiano que si tuviera que dirigirse a un juez no cristiano "le insistiría para que los suplicios sufridos por los siervos de Dios católicos, que deben aprovechar como ejemplo de paciencia, no sean manchados por la sangre de sus enemigos [...] por nuestra parte, si no se lograra encontrar para ellos una pena más moderada [que la de muerte], preferimos que sean puestos en libertad, antes que vengar los sufrimientos de nuestros hermanos derramando su sangre" (Ibid., 3,4). Asimismo, en relación a la tortura, considera la imposición de suplicios físicos "ajena a nuestra línea de conducta [como cristianos]" (Carta 104, 4.17; cfr. también: 1; 2.5).

 La constante preocupación de Agustín por los más débiles, junto con su deseo de superar las lacras sociales que creaban estas situaciones, nacen de la misma raíz de donde surgen los derechos inalienables del hombre. Agustín reconoce y afirma la dignidad de la persona, como criatura e imagen de Dios, mientras que es la caridad, en la que se contiene toda la ley, el motor de su respeto y promoción. La solicitud por el prójimo es camino seguro para llegar a Dios: "Preocúpate de aquel que tienes a tu lado mientras caminas por este mundo y llegarás a Aquél con quien deseas permanecer eternamente" (In Io. 17,9).

Escuchamos el eco de las palabras de Terencio "homo sum: humani nihil alienum puto" ("Hombre soy y nada humano me es ajeno") (Heauton timoroumenos, 1,1,75-77), cuando decía: "Recorred vuestro camino junto con todas las gentes, junto con todos los pueblos, o hijos de la paz, o hijos de la única Iglesia católica" (Ena. in Ps. 66,6), o también "¿qué es mi corazón sino un corazón humano?" (De Trinitate, 4, proem., 1).

 En relación con lo que hoy constituye un importante valor democrático, Agustín se manifiesta positivamente sobre aquellos pueblos capaces de elegir a sus propios magistrados: "Si se diera pueblo tan morigerado y grave y custodio tan fiel del bien común que cada ciudadano tuviera en más la utilidad pública que la privada, ¿no sería justa una ley por la que se le permitiera a este pueblo elegir magistrados, que administraran la hacienda pública del mismo?" (De libero arbitrio 1.6.14).

* * *

5.- La historia de la Orden ha dejado también ejemplos preclaros de hermanos que han defendido los derechos de los más débiles, sobre todo en situaciones de violencia o violación. Por su propia naturaleza, la Orden abraza la causa de los pobres de manera voluntaria, por sus orígenes mendicantes y en virtud del voto de pobreza. Nuestro género de vida constituye en sí un modo de solidarizarse con quienes carecen de bienes por falta de oportunidades. La recta interpretación de la comunión de bienes, que es un valor propio de nuestra espiritualidad agustiniana, debe tener un reflejo no sólo dentro de la comunidad local, provincial y de toda la Orden, sino también en la apertura a una dimensión social de nuestros bienes con toda la humanidad. Junto con la Iglesia estamos llamados a abrazar la causa de los pobres, acompañándoles en su proceso de desarrollo y dignificación, para que puedan realizarse como personas y como cristianos. 

 Algunos hermanos han tenido particular relieve a lo largo de nuestra historia en la defensa de la dignidad de las personas y en la promoción de la paz, basada en la justicia. Vale la pena evocar algunas figuras más significativas de diversas épocas, como el beato Simón de Cascia, Simón de Camerino, san Juan de Sahagún, santo Tomás de Villanueva, fray Luis de León, Abraham de Santa Clara, o Nicolás Wite de Flandes. 

Pero donde encontramos los modelos más notables en la defensa de los derechos y dignidad de los más desprotegidos es en torno a la primera evangelización de América. Alonso de la Vera Cruz es, seguramente, el más importante defensor de los derechos humanos en la historia de nuestra Orden. En sus obras De dominio infidelium et iusto bello (1554) publicó sus lecciones universitarias sobre los derechos humanos de los pueblos indígenas de México, mientras que en De decimis (1555) defendió su exención del tributo eclesiástico.

 El obispo agustino Luis López de Solís, cuyo proceso diocesano de beatificación ha sido cerrado el pasado 11 de setiembre en Lima, así como el obispo Agustín de Coruña, también en proceso de beatificación, fueron pastores agustinos que se distinguieron no sólo por la defensa de su grey, sino igualmente por la valoración de los indígenas, reconociendo en ellos su dignidad humana y cristiana. 

 En defensa de los pueblos indígenas de Filipinas se distinguió el P. Martín de Rada, insistiendo en sus memoriales a las autoridades en el cumplimiento de las leyes en defensa de los indígenas, contra los abusos de los soldados. 
 Estos ejemplos, espigados de la historia de nuestra Orden, deben servirnos de estímulo a quienes vivimos en una sociedad intelectual y teóricamente mucho más consciente de los problemas de la dignidad de la persona, haciéndonos promotores de esta causa en la sociedad y en la Iglesia. "El misterio de la encarnación (Cf. Jn 1,14) significa solidaridad con el hombre en su fragilidad. Por tanto, los agustinos tenemos la responsabilidad de proclamar los derechos de los débiles y ser solidarios con los indefensos" (Capítulo General Intermedio 1998: Agustinos en la iglesia para el mundo de hoy, n. 11).

6.- Compromiso en favor de la justicia y la paz 
 El tema de los derechos humanos es en nuestros días una plataforma excepcional de encuentro  entre nuestra fe y la cultura secular. A pesar de las diferentes interpretaciones, hay un lenguaje y una tarea comunes en las que resulta posible coincidir la iluminación de la fe y la cultura contemporánea. La Iglesia necesita en nuestros días de lugares de encuentro donde pueda entablarse un diálogo entre fe y cultura, que es una de las grandes urgencias pastorales del momento, reconocida y proclamada por la autoridad de los últimos pontífices. "Para llevar adelante nuestra misión de servidores de la humanidad, debemos cultivar una especial cercanía que nos permita escuchar, atentamente, la voz de un mundo en transformación. Si nuestras propuestas no sintonizan con los desafíos del presente, el diálogo resulta imposible y nuestra presencia irrelevante" (Capítulo General Intermedio 1998: Agustinos en la iglesia para el mundo de hoy, n. 24).

Por encima de posibles contradicciones coyunturales, es innegable la contribución decisiva de la Iglesia en este proceso de afirmación de los derechos humanos. No en vano ha sido el occidente cristiano la cuna del pensamiento filosófico que llevó a la afirmación del individuo y de sus derechos. En su raíz está el Evangelio, algo que ha sido puesto en evidencia de modo muy clarividente e iluminador por el Concilio Vaticano II. 

 Pero no basta la afirmación de los principios. Nuestra misión en la Iglesia comporta una cierta dimensión de liderazgo incluso en el área social, en nombre de la fe. Nuestra palabra y nuestra acción han de acompañar el proceso de humanización a que aspira la Iglesia, a través de su magisterio, para ayudar a descubrir al ser humano su auténtica dimensión, que es transcendente, porque se dirige hacia Dios. "La cosmovisión de la fe cristiana puede contribuir, convincentemente, al establecimiento de una ética global que permita a los hombres y las mujeres, sin ninguna excepción, disfrutar de iguales derechos y de un nuevo orden mundial" (Capítulo General Intermedio 1998: Agustinos en la iglesia para el mundo de hoy, n. 29).

 Durante el transcurso de este año, que marca el aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, muchas de las comunidades de la Orden han reflexionado sobre su significado y sobre la manera más práctica de aplicarla en el ambiente propio. Esta reflexión, en coherencia con el testimonio de nuestra historia como Orden, nos tiene que llevar a un mayor compromiso en favor de la defensa y promoción de los derechos y libertades humanas. 

 Como religiosos debemos empeñarnos en construir la paz y la justicia. Los derechos humanos son la base de la existencia y de la convivencia humanas, tienen por tanto un grandísimo valor ético y cívico. Su defensa constituye un compromiso muy concreto, que debe ser asumido por toda la humanidad. Lo afirmaba así el Papa en su mensaje de la Jornada última de la Paz, "Justicia y paz no son conceptos abstractos o ideales lejanos; son valores que constituyen un patrimonio común y que están radicados en el corazón de cada persona. Todos están llamados a vivir en la justicia y a trabajar por la paz: individuos, familias, comunidades y naciones. Nadie puede eximirse de esta responsabilidad" (n. 1).

La solicitud de la Iglesia por la humanidad, y la autoridad moral de su palabra la ha convertido en una valedora de la defensa de los derechos de todo ser humano. Pero su misión profética no consiste sólo en denunciar las violaciones de derechos, sino también en promover su respeto. 

 Como Iglesia representamos en el mundo una tradición religiosa y cultural que ha aportado base substancial para la proclamación de estos derechos. Como Orden tenemos también una trayectoria que nos debe comprometer con el paso de la humanidad. Recientemente nuestra Orden se ha vinculado como ONG (Organización No Gubernamental) a las Naciones Unidas. Eso nos permite hacer oír nuestra voz en un foro especialmente significativo, uniendo nuestro esfuerzo a la Delegación de la Santa Sede y otras organizaciones católicas representadas ante la ONU. Hemos de hablar de derechos humanos desde nuestra visión cristiana y agustiniana de la vida. Debemos sumar nuestra voz a la de quienes piden la ampliación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos a los derechos económicos y a la consideración de otros sujetos colectivos de derechos, como la familia, las minorías, los pueblos y las naciones. Será una importante contribución a la evangelización a que hemos sido convocados, porque se trata de promover la dignidad de la persona humana.

 Por ello concluyo invitando a todas nuestras comunidades, conventuales, misionales, parroquiales o educativas, y a quienes desempeñan otros ministerios en nombre de la comunidad, a que realicen iniciativas concretas en conmemoración de este aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, para promover su respeto y contribuir a descubrir su verdadera raíz antropológica, desde nuestra visión transcendente del hombre y de la vida. En la piedad de Dios con el hombre y en el respeto a la libertad de la criatura podremos aprender el camino. Invito, asimismo, a considerar la posibilidad de hacer declaraciones en el ámbito local o provincial sobre temas relativos a la dignidad de la persona humana. El Santo Padre ha repetido insistentemente su invitación a condonar la deuda o conceder moratorias a los países en vías de desarrollo, que encuentran en el peso de esta deuda un impedimento absoluto para avanzar en la generalización de derechos económicos y sociales fundamentales. 

 Unirnos a la voz de la Iglesia será también un modo de contribuir a convertir el jubileo del año 2000 en un momento particular de gracia y redención para la humanidad. 

 En Roma, a 13 de noviembre de 1998, festividad de Todos los Santos de la Orden, os saludo fraternalmente en San Agustín.

 Prot. n. 536/98
 
 

 Miguel Ángel Orcasitas
Prior General OSA